Una vez muerto
y salado el puerco, se lo enseñé a Bruno, Buffalmacco y al cura. Al verlo tan
grande y hermoso me propusieron venderlo, gastarnos el dinero y decirle a mi
mujer que me lo habían robado. Yo me negué en rotundo.
Bruno y Buffalmacco me llevaron a la taberna, bebí
más de la cuenta y no supe lo ocurrió a mí alrededor. Cuando me levanté el
cerdo había desaparecido y pensé que me lo habían robado.
Los que creía mis amigos, me convencieron que
podían averiguar quién lo había robado. Según me contaron, repartirían unas
píldoras de jengibre con vino pardo y aquel que hubiese cometido el robo, no
podría tragárselas porque le resultarían muy amargas y las escupiría. A mí
también me incluyeron en el grupo. No me pude tragar ninguna de las dos que me
dieron y, con ello, pareció que yo me había robado a mí mismo el cerdo.
Bruno y Buffalmacco se fueron y antes les tuve que
dar dos pares de capones para evitar que le contasen a mi mujer lo que parecía,
es decir, que me había robado a mí mismo.
Triste y habiendo hecho el ridículo más espantoso
se lo conté a mi mujer explicándole entre sollozos que estaba convencido que
Bruno y Buffalmacco me habían robado el puerco.
1 comentario:
Salvo errores menores, el punto de vista está bien tratado. Has hecho una buena síntesis.
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