
El viento me golpea la cara y el pelo me nubla la vista. Estoy en la playa sentada en la arena observando cómo las olas empujan todo hacia mí, y después se lo llevan sin apenas reparo. Eso me hace sentir insignificante, pero allá, a lo lejos, unos tonos rojizos y anaranjados, protagonizan una de las más bellas escenas que te puedas imaginar. Una puesta de sol que pinta el cielo de tonos violetas y naranjas me hace olvidar lo que sería no uno de mis mejores días, seamos francos, el peor día que jamás he pasado y posiblemente pasaré. El intenso frío de una tarde de invierno se me cala por los huesos y la única chaqueta que llevo, no es capaz de protegerme del mundo a mí alrededor. El viento cada vez es más intenso y el sol va desapareciendo en el horizonte, detrás del mar, y, es en este momento, cuando siento su aliento en la nuca. Aquí esta él, para protegerme del mundo frío de mí alrededor, del que yo sola no puedo.
Luke estaba conmigo, en casa, cuando cogí el teléfono y me dieron la noticia que cambió mi vida. Luke estaba allí cuando salí corriendo sin decir a dónde ni por qué, porque no podía soportar que me viera de esa manera, justo después de que me dieran la noticia que cambiaría mi vida para siempre. Aunque de todos modos sabía que acabaría encontrándome, como siempre, sin importarle el motivo de mí marcha.
Y aquí estamos, en los últimos instantes de la puesta de sol. Él me abraza tan fuerte que casi me quedo sin respiración, pero no me importa. Lo único que quiero es llorar y que todo vuelva a la normalidad, aunque sé que eso no es posible, y por eso, entre sollozos le suplico a la única persona que me queda:
- Nunca me dejes, Luke. Nunca me dejes.
- Tranquila, nunca lo haré –me prometió observando como el último rayo de luz se apagaba.
1 comentario:
Alba, has escrito una redacción genial.
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